viernes, 10 de febrero de 2017

FELICES LOS PUEBLOS QUE NO NECESITAN HÉROES


En paralelo con la aparición del estado aparecen las religiones basadas en doctrinas y no en las ánimas que habitan las cosas, tal como era habitual en las sociedades tribales. Esa doctrina, en última instancia, servía y sirve para imponer creencias, hábitos y costumbres que no contradigan los intereses de la clase económicamente dominante. Determina la frontera entre el bien y el mal, fija los castigos para los que siguen la senda equivocada y describe o establece los comportamientos que garantizan los límites del bien.

Esas doctrinas se sustentan en mitologías y, en consecuencia, son totalmente ambiguas y sin lógica ninguna. Sin embargo, esa ambigüedad, resulta de gran utilidad para los maestros o guardianes de la doctrina, simplemente maquillando los contenidos, adaptan la misma estructura de poder doctrinal, a los distintos intereses de las distintas clases que a lo largo de la historia puedan ostentar el poder económico. Esos maestros, gurús o sacerdotes, pondrán especial cuidado en la pedagogía, de manera que irán adoptando el sermón a los tiempos y a las distintas retóricas precisas para cada uno de los estratos de la pirámide social. Sin embargo, sea cual sea la clase dominante, el mensaje al estrato productivo, es decir, a la base de la pirámide, nunca cambia, siempre utilizan la misma figura retórica, héroes en el ámbito civil y santos en el religioso. Son relatos mitológicos referidos a individuos ejemplares y convencidos de la excelencia de los valores establecidos en la doctrina de que se trate, con unos niveles de virtud inalcanzables para el común de la gente, pero a los que debemos intentar aproximarnos.
 
El nacimiento del héroe, con independencia de que coincida con el nacimiento físico del individuo que realiza los actos heroicos, siempre es singular y requiere de la intervención de los dioses en la mitología clásica, o de la fatalidad y la locura en las versiones burguesas, donde suelen ser caracterizados como 'antihéroes', en contraposición a las versiones medievales o religiosas. Esa singularidad nos advierte de la imposibilidad de abordar lo heroico, siendo seres vulgares sin peculiaridad ninguna que nos adorne. La inalcanzabilidad de su virtud es una condición fundamental en la construcción del héroe. Podrás parecerte, nos dicen, pero nunca serlo. Así, establecido que de lo vulgar nunca nace lo heroico, nos queda prohibido, a los simples mortales, generar héroes reales o ficticios.
Igualmente consustancial a su naturaleza es su humanidad, goza y sufre tal como sufrimos y gozamos la gente común, lo cual garantiza que nos sintamos identificados y hasta seducidos por él. Nada lo hace diferente cuando todo está en orden, cuando las cosas se ajustan a lo señalado por la justicia establecida. Su singularidad, aquella que lo marcó en su nacimiento, consiste en ser excepcionalmente sensible a la injusticia, es decir, al desorden o desbaratamiento de lo que entiende por justicia la doctrina impuesta. Cuando eso ocurre todo el potencial con que los dioses o la fatalidad lo han dotado se manifiesta, elevándolo por encima de la vulgaridad doliente y resignada.

Se establece entonces un singular y desigual combate, el héroe, solo, contra las descomunales fuerzas del desorden. Fuerzas que acabaran sucumbiendo merced a ese especial poderío con que, entes muy por encima de su naturaleza humana, han dotado al héroe.

Acabarán sucumbiendo las fuerzas del desorden, volverán las aguas a su cauce, al cauce señalado por los mismos dioses que concibieron al héroe, y todo el mundo será feliz, menos él. Si consigue sobrevivir al descomunal esfuerzo realizado, el trauma de la experiencia vivida lo precipitará a un final trágico o bien, tal como suele ocurrir con los 'antihéroes', volverá a sumirse en la fatalidad de su condición humana. Ese halo de tragedia que siempre envuelve al héroe presagiando un final patético, es una advertencia de la clase dominante para aquellos que, desde su vulgaridad, intenten alguna proeza: acabarán mal, muy mal. Pero, eliminar al héroe, también es una necesidad para los dioses que lo parieron, de lo contrario, si el héroe sigue vigente, puede acabar siendo un peligro para los propios dioses, pues siendo ellos los amos del mundo, consintieron el desorden, es decir, la injusticia. Sin duda, los héroes deben morir.

Todo el relato o sermón entorno a esa figura tiene la doble función de reforzar la individualidad y menospreciar lo común, la dimensión social.

La soledad del héroe es parte de su humanidad, lo hace semejante a nosotros, tan solo el soplo de los amos del mundo le permite salir de la oscura vulgaridad. El héroe lucha solo, nos dicen, porque todos estamos solos, porque cualquier percepción mas allá de nuestra piel, es pura ilusión. Nuestra naturaleza, insisten en decirnos, termina en lo individual y es absurdo pensar en entes colectivos. Cualquier coherencia entre nosotros la establecen razones que, como individuos, nos resultan inalcanzables.

Ese mensaje nos dice que nuestras existencias son inacoplables y, por lo tanto, es inútil esperar que los demás nos entiendan. La necesidad de seres heroicos sugiere que cualquier progreso solo es posible a partir de la voluntad individual, más allá de la cual solo existen los designios de un orden que está muy lejos de nuestra capacidad cognoscitiva.

La soledad del héroe, la incomprensión e indiferencia con que el común de los humanos lo observan, así como el endiosamiento y total sumisión posterior a la epopeya, pone en evidencia la alienación del resto de mortales, su torpeza, su incapacidad de rebelarse y controlar sus propias vidas, razón por la que, irremediablemente, están condenados a sufrir la injusticia con mansedumbre y sumisión a la espera de algún héroe redentor dispuesto al sacrificio. Ese es el mensaje último que encierra la retórica del héroe y que, los gurús del sistema, nos repiten incansables.

Efectivamente, felices los pueblos que no necesitan héroes, pues eso significaría que han encontrado la manera de conducirse a sí mismos, de corregir de forma continua la injusticia a partir de la dimensión social de todos y cada uno. A evolucionar, no a partir del esfuerzo titánico de un ser quimérico hecho a la medida de los viejos o de los nuevos amos, sino “... produciendo sistemáticamente las herramientas que le permitan constituirse en colectivos inteligentes, capaces de orientarse dentro de los mares tormentosos de los cambios.”, tal y como nos dice Pierre Lévy.




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