En paralelo con la aparición del
estado aparecen las religiones basadas en doctrinas y no en las
ánimas que habitan las cosas, tal como era habitual en las
sociedades tribales. Esa doctrina, en última instancia, servía y
sirve para imponer creencias, hábitos y costumbres que no
contradigan los intereses de la clase económicamente dominante.
Determina la frontera entre el bien y el mal, fija los castigos para
los que siguen la senda equivocada y describe o establece los
comportamientos que garantizan los límites del bien.
Esas doctrinas se sustentan en
mitologías y, en consecuencia, son totalmente ambiguas y sin lógica
ninguna. Sin embargo, esa ambigüedad, resulta de gran utilidad para
los maestros o guardianes de la doctrina, simplemente maquillando los
contenidos, adaptan la misma estructura de poder doctrinal, a los
distintos intereses de las distintas clases que a lo largo de la
historia puedan ostentar el poder económico. Esos maestros, gurús o
sacerdotes, pondrán especial cuidado en la pedagogía, de manera que
irán adoptando el sermón a los tiempos y a las distintas retóricas
precisas para cada uno de los estratos de la pirámide social. Sin
embargo, sea cual sea la clase dominante, el mensaje al estrato
productivo, es decir, a la base de la pirámide, nunca cambia,
siempre utilizan la misma figura retórica, héroes en el ámbito
civil y santos en el religioso. Son relatos mitológicos referidos a
individuos ejemplares y convencidos de la excelencia de los valores
establecidos en la doctrina de que se trate, con unos niveles de
virtud inalcanzables para el común de la gente, pero a los que
debemos intentar aproximarnos.
El nacimiento del héroe, con
independencia de que coincida con el nacimiento físico del individuo
que realiza los actos heroicos, siempre es singular y requiere de la
intervención de los dioses en la mitología clásica, o de la
fatalidad y la locura en las versiones burguesas, donde suelen ser
caracterizados como 'antihéroes', en contraposición a las versiones
medievales o religiosas. Esa singularidad nos advierte de la
imposibilidad de abordar lo heroico, siendo seres vulgares sin
peculiaridad ninguna que nos adorne. La inalcanzabilidad de su virtud
es una condición fundamental en la construcción del héroe. Podrás
parecerte, nos dicen, pero nunca serlo. Así, establecido que de lo
vulgar nunca nace lo heroico, nos queda prohibido, a los simples
mortales, generar héroes reales o ficticios.
Igualmente consustancial a su
naturaleza es su humanidad, goza y sufre tal como sufrimos y gozamos
la gente común, lo cual garantiza que nos sintamos identificados y
hasta seducidos por él. Nada lo hace diferente cuando todo está en
orden, cuando las cosas se ajustan a lo señalado por la justicia
establecida. Su singularidad, aquella que lo marcó en su nacimiento,
consiste en ser excepcionalmente sensible a la injusticia, es decir,
al desorden o desbaratamiento de lo que entiende por justicia la
doctrina impuesta. Cuando eso ocurre todo el potencial con que los
dioses o la fatalidad lo han dotado se manifiesta, elevándolo por
encima de la vulgaridad doliente y resignada.
Se establece entonces un singular y
desigual combate, el héroe, solo, contra las descomunales fuerzas
del desorden. Fuerzas que acabaran sucumbiendo merced a ese especial
poderío con que, entes muy por encima de su naturaleza humana, han
dotado al héroe.
Acabarán sucumbiendo las fuerzas del
desorden, volverán las aguas a su cauce, al cauce señalado por los
mismos dioses que concibieron al héroe, y todo el mundo será feliz,
menos él. Si consigue sobrevivir al descomunal esfuerzo realizado,
el trauma de la experiencia vivida lo precipitará a un final trágico
o bien, tal como suele ocurrir con los 'antihéroes', volverá a
sumirse en la fatalidad de su condición humana. Ese halo de tragedia
que siempre envuelve al héroe presagiando un final patético, es una
advertencia de la clase dominante para aquellos que, desde su
vulgaridad, intenten alguna proeza: acabarán mal, muy mal. Pero,
eliminar al héroe, también es una necesidad para los dioses que lo
parieron, de lo contrario, si el héroe sigue vigente, puede acabar
siendo un peligro para los propios dioses, pues siendo ellos los amos
del mundo, consintieron el desorden, es decir, la injusticia. Sin
duda, los héroes deben morir.
Todo el relato o sermón entorno a esa
figura tiene la doble función de reforzar la individualidad y
menospreciar lo común, la dimensión social.
La soledad del héroe es parte de su
humanidad, lo hace semejante a nosotros, tan solo el soplo de los
amos del mundo le permite salir de la oscura vulgaridad. El héroe
lucha solo, nos dicen, porque todos estamos solos, porque cualquier
percepción mas allá de nuestra piel, es pura ilusión. Nuestra
naturaleza, insisten en decirnos, termina en lo individual y es
absurdo pensar en entes colectivos. Cualquier coherencia entre
nosotros la establecen razones que, como individuos, nos resultan
inalcanzables.
Ese mensaje nos dice que nuestras
existencias son inacoplables y, por lo tanto, es inútil esperar que
los demás nos entiendan. La necesidad de seres heroicos sugiere que
cualquier progreso solo es posible a partir de la voluntad
individual, más allá de la cual solo existen los designios de un
orden que está muy lejos de nuestra capacidad cognoscitiva.
La soledad del héroe, la
incomprensión e indiferencia con que el común de los humanos lo
observan, así como el endiosamiento y total sumisión posterior a la
epopeya, pone en evidencia la alienación del resto de mortales, su
torpeza, su incapacidad de rebelarse y controlar sus propias vidas,
razón por la que, irremediablemente, están condenados a sufrir la
injusticia con mansedumbre y sumisión a la espera de algún héroe
redentor dispuesto al sacrificio. Ese es el mensaje último que
encierra la retórica del héroe y que, los gurús del sistema, nos
repiten incansables.
Efectivamente, felices los pueblos que
no necesitan héroes, pues eso significaría que han encontrado la
manera de conducirse a sí mismos, de corregir de forma continua la
injusticia a partir de la dimensión social de todos y cada uno. A
evolucionar, no a partir del esfuerzo titánico de un ser quimérico
hecho a la medida de los viejos o de los nuevos amos, sino “...
produciendo sistemáticamente las herramientas que le permitan
constituirse en colectivos inteligentes, capaces de orientarse dentro
de los mares tormentosos de los cambios.”, tal y como nos dice
Pierre Lévy.
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